jueves, 19 de abril de 2012

Una moneda


“Sólo necesitas una moneda, sólo una…” las palabras aún resonaban en su mente. Una moneda, ese pedazo de metal frío del que su madre tanto le ha hablado. ¿Por qué ahora no recuerda donde conseguirlas? Camina descalzo sobre la acera caliente mientras exprime su cerebro en busca de las palabras que necesita.
Aún inmerso en sus pensamientos, atraviesa la calle sin fijarse mucho. A pesar de sus escasos cinco años ya es un experto moviéndose por la ciudad: aprendió a la mala, al igual que muchos otros sin hogar. A él le tocó hace poco más de un año, con un automovilista que no se detuvo ante la señal de alto. La pequeña cicatriz en su brazo izquierdo es lo único que conserva de ese evento. Habría sido peor si su madre no lo hubiera lanzado de regreso a la banqueta. Muchos lo creyeron muerto.
Sigue avanzando y la frustración empieza a notarse en su sucio rostro, ¿Por qué es tan difícil conseguir monedas? No recuerda haber visto nunca a su madre con más de seis de ellas. Ni siquiera cuando ocupaban el mejor lugar fuera de la iglesia o fuera del supermercado, donde compraban dos monedas de pan todos los miércoles. Su estomago hace ruidos y empieza a dolerle al pensar en comida, no recuerda cuanto tiempo lleva sin probar un bocado.
La molestia empeora y lo obliga a detenerse. Por lo que recarga su espalda desnuda contra la pared rosa que hay a su izquierda. Tan rosa como el pastel que veía todos los días en el aparador de aquel lugar. Ese lugar donde él y su madre iban a imaginar los sabores de los pastelillos recién horneados. “Son como una nube azucarada” decía su madre al verlos a través del cristal “algún día compraremos uno pequeño para los dos” concluía antes de sonreírle y guardar la mitad de las monedas en la pequeña bolsita que le colgaba del cuello… ¡La bolsita!
Con las fuerzas renovadas corre a toda velocidad hacía su pequeño rincón bajo el puente. La bolsita está escondida entre el revoltijo de sabanas y basura en el que duerme. Su lugar secreto.
Llega sin aliento a su nido improvisado y, sin esperar a que su corazón se calme, se pone a lanzar cosas por los aires y a romper cajas y botes en busca del preciado contenedor. Al ver las cuentas lanzar reflejos sobre su cara, su corazón se detiene: las tiene. Toma la bolsa con sus manos curtidas y sonríe de oreja a oreja al sentir el peso del tesoro que se encuentra dentro. Su madre lo ha salvado de nuevo.
Con el botín oculto entre sus ropas, regresa corriendo al lugar donde le han dicho la receta. Aquella que le dejará probar, con su mamá, pasteles esponjosos como una nube. Sólo espera que no le moleste que haya agarrado prestado su morralito. No lo guardó sin antes prometerse a si mismo que lo regresaría.
Llega al lugar y se detiene en seco delante del kiosco del parque, no ve por ningún lado a quien le ha contado el secreto. Sólo ve a mucha gente vestida por completo, paseando tranquilamente a su alrededor. Algunos lanzan miradas reprobatorias debido a su aspecto, pero no le importa, su madre le enseñó a ignorarlos desde el primer día que sintió el pasto en sus manos.
Harto de esperar, se aproxima despacio al lugar donde le indicó que se parara y saca el morralito de su cuello. Debe ser igual que cuando vas a una tienda, mientras más grande sea lo que quieras, más monedas debes dar. La emoción y los nervios se apoderan de él. Está temblando de pies a cabeza. Nadie se percata de sus movimientos.
“Cierra los ojos y suéltala…” recuerda haberle escuchado decir, por lo que saca, una a una, las moneditas y las pone en su mano; estira el brazo tembloroso y lo mantiene a la altura de sus hombros, justo encima del borde de la  fuente; cierra los ojos y estira los dedos al mismo tiempo que pronuncia en su mente: tráela de vuelta. Las monedas tocan fondo, pero a nadie le importa.